Comentario
Los desencantos sufridos hicieron que nadie sintiese entusiasmo ante el proyecto de un nuevo concilio, aunque hubiese práctica unanimidad en considerarlo imprescindible. Francia e Inglaterra acogieron con frialdad la invitación al nuevo concilio, aunque se convirtieron en sus primeros apoyos; también los Estados italianos prestaron su colaboración.
El ambiente político era, sin embargo, totalmente inconveniente. Nuevamente existía un clima de guerra entre Francia e Inglaterra; el gobierno francés de los Armagnac estaba pensando utilizar al próximo concilio contra el duque de Borgoña, al tiempo que mantenía contactos con Juan XXIII, con objeto, seguramente, de que se instalase en Aviñón; el Papa temía todo del concilio y no era descabellado pensar que, acaso, ni asistiría.
Pero las mayores dificultades para la celebración del concilio, con ser extraordinarias las apuntadas, procedían de la fidelidad, aparentemente inconmovible, de Castilla y Aragón hacia Benedicto XIII. Ante ellos se desplegarán en adelante los más serios esfuerzos de captación.
Comenzaron con una embajada de franceses, alemanes e italianos que se entrevistó con Fernando de Antequera, rey de Aragón y regente de Castilla, en Zaragoza, en junio de 1414; los embajadores asistieron al encuentro que tuvo lugar entre el rey aragonés y Benedicto XIII en Morella, en el mes de julio, de la que salieron con la falsa impresión, pronto clarificada, de que el inconmovible Pontífice colaboraría en la nueva empresa conciliar. Para Benedicto XIII era nuevamente el momento de emprender la "via compromissi", previo reconocimiento de la ilicitud del Concilio de Pisa.
Juan XXIII, por su parte, intentó detener la celebración del concilio, o al menos lograr un aplazamiento, aprovechando que la muerte de Ladislao de Nápoles, en agosto de este año, hacía desaparecer la causa que le forzó a ponerse en manos de Segismundo. Acaso era el momento de intentar recuperar las perdidas posiciones en Italia, sin perder de vista sus contactos con Francia. Pese a todo, hubo de ponerse en camino hacia Constanza, donde entraba a finales de octubre de 1414, a tiempo para la inauguración del concilio en la fecha prevista.
El concilio se abrió, bajo la presidencia de Juan XXIII, el día 1 de noviembre, con asistencia escasa; se fijaron como objetivos de la asamblea la unión de la Iglesia y su reforma, es decir, los mismos que se había propuesto Pisa, cuya obra había que completar. La incorporación de ingleses, franceses y alemanes es deliberadamente lenta, escalonándose a lo largo de los primeros meses de sesiones.
Durante esas semanas iniciales fueron estudiadas las doctrinas del maestro checo Juan Huss, una mezcla de programa de necesaria reforma y de ideas heterodoxas relacionadas con Wyclif y Ockham. Su condena permitiría a muchos conciliaristas marcar diferencias entre su postura y la heterodoxia; otros pretendieron, en vano, distanciarle de toda contaminación heterodoxa que permitiera incorporar su programa reformador.
Se enfrentó el concilio, además, a un cúmulo de problemas de procedimiento, que ocultaban importantes cuestiones. Es el caso de la presidencia de las sesiones por Juan XXIII, a la que pone fin, en enero de 1415, la protesta de los embajadores de Gregorio XII; importante cuestión es el procedimiento de voto, que, caso de emitirse por cabeza, otorgaría a Juan XXIII el control de la asamblea, lo que no podían consentir las Monarquías, con gran peso en la Cristiandad, pero escasamente representadas en Constanza.
A propuesta francesa e inglesa, se decidía que el voto fuese emitido por naciones, entendiéndose que la Cristiandad estaba integrada por cinco naciones: Italia, Alemania, Francia, España e Inglaterra. Ello reduciría las votaciones finales a solamente cinco votos, trasladando las difíciles discusiones, que previsiblemente habían de producirse, al seno de las naciones; allí tendrían lugar las verdaderas confrontaciones, no sólo por lo arduo de las cuestiones en sí mismas, sino por la heterogénea composición de las naciones: Italia integraba a Creta y Chipre; Alemania incorporaba a Suiza, Hungría, Polonia y países escandinavos; dentro de Inglaterra se contaba Irlanda y Gales, y en la nación española se incluían Castilla, Aragón, Navarra y Portugal.
Para no entrar en infructuosas negociaciones sobre legitimidad, las propuestas del concilio se orientaron a reclamar la abdicación simultanea de los tres Papas, medida excepcional acorde con las especiales circunstancias de la Iglesia. Para los más radicales reformistas sería la ocasión, vacante la sede apostólica, de realizar la reforma y proceder luego a la elección de Pontífice al que se le impondrían las medidas previamente decididas.
A mediados de febrero de 1415 se obtuvo de Juan XXIII la promesa de abdicar al tiempo que lo hicieran los otros dos Papas, y una oferta similar por parte de Gregorio XII. No era previsible nada parecido en Benedicto XIII, pero se había concertado una entrevista entre el rey de romanos y Fernando de Antequera, rey de Aragón y regente de Castilla, que hacia concebir grandes esperanzas: si Castilla y Aragón abandonaban a su Papa, éste dejaría de ser un obstáculo importante.
El optimismo era prematuro. Juan XXIII no tema intención alguna de dimitir, lo que quedó plenamente patente cuando, en la noche del 20 al 21 de marzo, abandonó secretamente Constanza para ponerse bajo la protección del duque de Austria. Le siguió un importante grupo de prelados cuya partida amenazaba seriamente la celebración del concilio. La grave decisión pudo apoyarse en un incidente entre diplomáticos franceses y alemanes, que pudo interpretarse como un apoyo francés al Pontífice frente a las presiones conciliares, o, acaso, en las perspectivas, que entonces parecían posibles, de un abandono de Benedicto XIII por sus partidarios, lo que significaría para Juan XXIII la obligación de cumplir su promesa de abdicar, promesa realizada, sin duda, por estar convencido de que nunca tendría lugar.
A pesar de que Juan XXIII fundamentó su huida en la ausencia de libertad de acción en Constanza, lo que era bastante cierto, y reiteró su intención de proseguir con el concilio, su actitud causó generalizado malestar y no logró obtener los apoyos internacionales esperados. Poco tiempo después de su huida hubo de ponerse nuevamente en manos de Segismundo, es decir, de un concilio profundamente enojado con el Pontífice.
Desde este momento nada podía impedir que el conciliarismo fuese expuesto en términos radicales y que la dirección de la asamblea pase de manos de cardenales y prelados a las de los maestros universitarios, franceses y alemanes, principalmente. La doctrina conciliarista, plenamente sistematizada en el decreto "Sacrosancta" aprobado por el concilio, establecía que la asamblea era la máxima autoridad dentro de la Iglesia, incluso en materia de fe y en la extirpación del Cisma; en ella residía la infalibilidad y a ella correspondía la tarea de reforma, con o sin la participación del Pontificado.
Durante varias semanas de abril y mayo de 1415, mientras los embajadores conciliares negocian con Juan XXIII su reincorporación a las sesiones, se prepara cuidadosamente una acta de acusación contra él, similar a las instrumentadas por el Concilio de Pisa contra Benedicto XIII y Gregorio XII; se acumulan en ella todo tipo de acusaciones, que componen un modelo de irregularidad. El 29 de mayo se le condenó como indigno, inútil y dañino para la Iglesia y se le redujo a prisión.
La línea pontificia abierta en Pisa terminaba de esa forma tan desairada, a la que Juan XXIII se enfrentó con una gran dignidad. Un mes después, el 4 de julio, fueron leídas ante el concilio una bula de Gregorio XII convocando el concilio en el propio lugar de Constanza, lo que ofrecía en el futuro un nuevo argumento de legitimidad, y una acta de abdicación del Pontificado. Se le otorgaba dignidad episcopal y una legación perpetua en las Marcas; así concluía la línea romana, iniciada en 1378 por Urbano VI.
Restaba un ultimo escollo para dejar totalmente vacante la sede apostólica; era preciso lograr la abdicación o el aislamiento de Benedicto XIII, objetivo a cuyo servicio se hallaba en marcha una fuerte ofensiva diplomática.